“No sé cuándo te volviste tan ingenua.
Pretendiendo que tienes la capacidad de luchar contra ti.”
Había una coherencia delirante en las voces.
Estaban todas ansiosas por una dosis de veracidad
y correspondencia con lo natural.
Propulsoras del acontecer de las lágrimas
que aparecían en escena:
Protagónicas, desoladas, auténticas.
Y ahí resplandeció tu máscara.
En una burla derivada de tu maldita sensatez.
Esbozando en tu mirada distraída,
la perversión de tu advertencia muerta.
“Viniste a disociarte
entre la estrella ejecutante del espectáculo
y el que se sienta a mirarla.”
Era como un espasmo de aquellos
que te elevan el espíritu al punto justo, medio.
La conexión con lo externo
se convierte en absolutamente perceptible. Asusta.
Y el temor inició el despliegue del enfrentamiento
entre las partes nacidas en disputa.
Fue como si me tocara el vacío.
Pero osado; conociendo la pedante contradicción
implícita en estarme, de hecho, tocando.
Ahí se deshizo el tormento en el grito:
absurdo, desnudo, fingido.
“Brinda por tu engaño.
No sientes nada de lo que hay aquí.”
Entonces te esfumaste cual aliento pasajero:
Liviano e insolente.
No supe nunca más cómo verte,
pues te desfiguraste entero ante mí.
De lo poco que me conoces, me regodeo;
aunque en la más grata de las falsedades.
Y lo hago hasta ese punto enfermizo,
en que me detengo sonriendo
frente a la siempre húmeda pausa nocturna
de mi realidad,
mientras te miro caminar ardiendo
hacia el sur de mi piel y mi memoria,
erizándome cada vez más
en el arte de tu nombre pronunciado
en mis susurros extasiados;
para hacerte presente,
sin distorsionarte entre mis miedos;
a través de mis dedos.
Eternidad.
De Laura Gardié