Una
pregunta fue el detonante: ¿Qué opinas de todo?
La
caminata entre los pasillos era tan oscura como la pregunta, y el aire llamaba
a ser tomado. La cosa de cristal nos esperaba y los cigarros nos tentaban. Las
colillas se pegaban en los botines y los pájaros nos odiaban. Respiro, fumo,
humo.
Para
opinar sobre todo hay que navegar en todo, y en una perspectiva en la cual eres
sólo un espectador no es justo, pero es necesario. Todo tiene su metodología, y
la fría filosofía de la vigía de hoy en día no era más que simple habladuría,
sin melodía, de la tuya, de la mía. Necedad, ni carisma ni apatía.
Él
me hablaba de cuando llueve en su casa, yo le hablaba de la gente en el techo
que intentaba enamorarme pero no lo lograba. Respiro, fumo, humo.
Él
me hablaba de su amor platónico, la chica de lo sublime en Schiller, yo le
hablaba del mío, la del placer y el desinterés en Kant. Nos hablábamos de
la demora, de los autistas, de los absortos, de los cambalaches, de los sordos,
de los ciegos…
Nos
hablábamos de los juegos, de los muertos en los fuegos, de los hielos en los
fuegos. De los anhelos, de los truenos y los luegos. Nos hablábamos de los
lodos, de los nadies, de los todos. Nos hablábamos del logos.
Y
al final la respuesta fue: “Nada, no opino nada”. Pues al final lo que hacemos
es hablarle a la nada, a ver si al menos ella nos para.
De Carlos Padilla
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